Caminar por la ciudad semi vacía ya, por esa ausencia veraniega y afiebrada, me produce una sensación conocida de alivio y melancolía; siempre es triste lo vacío. Pero a poco de andar ya se me olvida y mi mirada tranquila y vagabunda, se topa de vez en cuando con algo que la activa o más precisamente que la aviva. La belleza es a la mirada, pienso. Pero ese bien no es algo dado sino más bien algo que esa mirada descubre, que es como decir que la belleza no está a la vista, sino que encontrarla es en sí una creación de la mirada.
En eso veo un pequeño jardín de alrededor de cuatro metros por cinco, era un jardín como todos -aunque no estaba pensando en jardines al pasar- pero algo hizo que me detuviera y sintiera una sensación especial, de esas que sorprenden como si fueran un vestigio de que algo de lo familiar se avecina. Las flores me han maravillado muchas veces pero esta vez algo me impresionaba diferente. No era un jardín de diseño, parecía que las flores se habían acomodado naturalmente pero no, pensé que el que las plantó de esa manera no lo había hecho al azar, algo de su alma se le había deslizado al hacerlo, que había sido para él un acto de amor. Dije qué bello, sin saber dónde residía la belleza hasta que vi: las flores estaban colocadas allí sin clasificar, que era como en la ciudad, todos los seres se juntaban en las calles pero cada uno era en sí algo diferente, era como una lava de variados y suaves pétalos, como un jardín en movimiento. Creí ver que las flores estaban contentas, era como si le dijeran al cesped: déjate avanzar no tengas miedo.
Después de un rato de contemplación, eso que siempre provoca la belleza, seguí caminando por la ciudad vacía y mi mirada, vuelta al interior de mi memoria, se reencontró con otros jardines que cobijaron instantes de risa y lejanía.
En eso veo un pequeño jardín de alrededor de cuatro metros por cinco, era un jardín como todos -aunque no estaba pensando en jardines al pasar- pero algo hizo que me detuviera y sintiera una sensación especial, de esas que sorprenden como si fueran un vestigio de que algo de lo familiar se avecina. Las flores me han maravillado muchas veces pero esta vez algo me impresionaba diferente. No era un jardín de diseño, parecía que las flores se habían acomodado naturalmente pero no, pensé que el que las plantó de esa manera no lo había hecho al azar, algo de su alma se le había deslizado al hacerlo, que había sido para él un acto de amor. Dije qué bello, sin saber dónde residía la belleza hasta que vi: las flores estaban colocadas allí sin clasificar, que era como en la ciudad, todos los seres se juntaban en las calles pero cada uno era en sí algo diferente, era como una lava de variados y suaves pétalos, como un jardín en movimiento. Creí ver que las flores estaban contentas, era como si le dijeran al cesped: déjate avanzar no tengas miedo.
Después de un rato de contemplación, eso que siempre provoca la belleza, seguí caminando por la ciudad vacía y mi mirada, vuelta al interior de mi memoria, se reencontró con otros jardines que cobijaron instantes de risa y lejanía.
Fuente de la ilustración: July Macuada