«Nunca nadie ha escrito o pintado, esculpido, modelado, construido, inventado
sino para salir realmente del infierno». (
Vincent Van Gogh)

domingo, 30 de octubre de 2011

El arreglo

Ernesto le dice a Sofía:
- señora, no se olvide del humor.

Ella le contesta:
- ¿ uh, mort ?. Sí, claro, no me olvido.
- estoy en eso -pensó.

Sobre la mesa estaban: la rubia y la morocha con flequillo. No le había bastado con una, se trajo las dos. En el medio de la habitación cerraba los ojos y se imaginaba entrando a la fiesta. Sabía que, a último momento, eligiría a la morocha; le quedaría mejor y le haría contraste con los ojos claros. Por fin había llegado el día. Desde la mañana había comenzado a dejar todo preparado para no olvidar detalle. Era una noche tan especial, en la que se encontraría con sus compañeros de la secundaria. El flaco iría también. Se había sentido privilegiada entonces al ser elegida por él para bailar el vals de egresados. Era tan lindo, el más lindo del grupo. Estarían también las chicas, las amigas y las del otro bando. Siempre hay diferencias insalvables entre las mujeres, con más razón dentro del aula. Las unas éramos nosotras y las otras eran ellas. Generalmente la plata marcaba la distinción. De hecho en aquel baile inolvidable se había notado esa diferencia entre su pobretón vestidito celeste, cosido con las manos de su amorosa madre y los finos y estilizados atuendos de ellas.
¿Cómo sería hoy?. ¨Distinto¨ se dijo ¨no pasará lo mismo¨; ella ahora había podido comprarse un vestido más lujoso, de seda, y era muy bonito. Pero no, su atención no había estado centrada en eso sino en la cabeza y en los pies. Su obsesión la había hecho entrar en aquella tienda. Cuando se la probó supo que era para ella. Era de ella. Era ella. Por unos segundos sintió que no había pasado el tiempo. Sin pensarlo dijo ¨la llevo¨ y cuando se estaba retirando volvió sobre sus pasos y le pidió a la vendedora: ¨deme esa también¨.
Y allí estaban las dos sobre esas cabezas de plástico. No quería volvérselas a probar. No sabía a qué le tenía miedo, tal vez a que no fuera a ver lo mismo en el espejo de su casa. Así pasó el día hasta que llegó la hora de comenzar a arreglarse. Comenzó por pintarse las uñas de rojo. El perfume importado garantizaría que no oliera a baratija y el labial también rojo le daría ese toque final tan necesario: la frutillita de la torta. Haría que el deseo escondido de los que la vieran llegar se tornara insoportable. Volvía a imaginarse, una y otra vez, la entrada a la fiesta, envuelta en los sonidos gloriosos del vals de Los Patinadores. El flaco al verla vendría a su encuentro, le ofrecería el brazo y todos girarían asombrados la cabeza con una expresión de asombro anhelante. De pronto se le presentó una duda: ¿podría entrar con esos zapatos de encaje negro de tacos tan pero tan altos?, ¿esos que había comprado aquella mañana arrebatada de feromonas?. ¨Por supuesto que sí¨-se dijo- ¨si yo andaba todo el día de tacos y ni necesitaba sacármelos cuando llegaba a mi casa¨. Pero, para no pensar tanto, mientras terminaba de preparar a esa muñeca de carne que iba apareciendo cada vez más nítidamente en el espejo, puso su canción favorita de aquellos momentos: Eres mi destino. Estaba como en un transe cuando decide llamar a Ernesto para que la ayudara a pintarse las uñas de los pies porque no alcanzaba. Se sorprendió pensando que algo había cambiado en su cuerpo comparándolo con aquella época pero, no, no, no hay gran diferencia -se dijo mirándose al espejo- nada de lo que veía reflejado era tan importante como para no poder disimularlo con inteligencia, pensó.

Continuará.....

martes, 11 de octubre de 2011

El poema


Su temblorosa mano hacía tintinear la cucharita contra la taza de te caliente. Su cuerpo viejo y enjuto conservaba ese aire de distinción propio de la noble cuna de la que provenía.

La mirada no se apartaba de su imagen reflejada en el espejo. Estaba nervioso porque ella pronto estaría frente a él. Se la imaginaba mirándolo con esa expresión increíble del que no espera nada. Por detrás de sus hombros veía las estanterías repletas de libros que ella acomodaba todas las mañanas. Y sobre la mesa: el poema. Lo había escrito de una vez, esa noche, en medio del eterno insomnio que lo acosaba.

Sofía caminaba por la calle rumbo al departamento del piso 4. Como todos las mañanas, al llegar abriría la puerta, contemplaría el desorden por unos instantes y antes de comenzar a ordenar se acercaría a la ventana para verlo llegar. Lo observaba venir de lejos, el cuerpo cansado pero digno y erguido. Su manera de moverse y su distinción transformaban la vejez de su cuerpo en algo inmensamente bello y a sus modales en caricias.

Se preguntaba por qué la vida la había llevado a ese lugar. Ella con sus 18 años había llegado un día ¨para ayudar al doctor¨, le habían dicho. Nunca había sabido muy bien cual era su tarea, por eso todas las mañanas cuando él llegaba de la Academia, siempre después que ella, se disponía a ordenar los libros y papeles que él había usado el día anterior.

Pero ese día se sorprendió al entrar porque el doctor estaba ahí, de espaldas, frente al espejo, un poco tembloroso le pareció.
- Buen día doctor
- Buen día Sofía
Ella se quedó esperando que él dijera algo más pero ninguno de los dos habló por unos minutos. Al terminar de tomar el te él se dirigió a la mesa, tomó el papel amarillento y leyó varias veces lo que estaba escrito. Sofía, un poco recuperada de la sorpresa, lentamente comenzó a ordenar como lo hacía todos los días. No se atrevía a preguntarle por qué no había ido a dar su clase. Creyó que no correspondía.

Cuando estaba comenzando a archivar los papeles él se acerca a ella y le dice:
- Hoy es tu último día de trabajo. Tengo que volver a Salta.
Sofía quedó como paralizada.
- No te avisé con anterioridad porque me enteré ayer a la noche.
- ¿No va a volver doctor?
- No, dijo él con angustia.
Sofía no se animó a seguir preguntando, empezaba a sentir a su cuerpo debilitándose.
- Aquí tienes un sobre de recomendación para que puedas trabajar en la Academia como secretaria, ya les he hablado de ti. Y....

Sofía lo miró porque parecía que quería darle otro papel que tenía en las manos y no se animaba.
- ... esto es para ti, léelo.
Sofía, temblorosa, tomó el poema que le daba y leyó:
¨Cuando muere el grano...¨
¡Cuánto esperé, Dios mío, este momento
de un cambio en un amor amado tuyo.
En él, ya al fin, soy otro... y me destruyo,
que me veo y me aterro y... no te siento.

Muriendo vivo aún, pues te presiento
y aun me proyecto y aun me reconstruyo
con este ¨sí¨ a lo que sin Ti rehuyo:
que en mis huesos me esculpan monumento.

Es oscura la nada, y sin espacio.
Y ya ni para el bien me queda el tiempo
sólo está angustia, menos que la nada.

¡Y así se transfigura en tu Palacio!
¡Así en la Eternidad este destiempo!
¡Así la Noche Oscura en tu Alborada!


Mientras ella leía dificultosamente, él se sentaba en un sillón. No la miraba porque su cuerpo por primera vez se había encorvado y parecía vencido. Pasaron varios minutos y ella se acerca a él con un nudo en la garganta y, con el poema en las manos, se queda parada frente a él sin decir palabra. El la mira como preguntando algo. Sofía creyó entender que él necesitaba que ella hablara, entonces dijo:
- Gracias doctor, nunca lo voy a olvidar.
- Gracias a ti, dijo el doctor y una sonrisa volvió a iluminar su cara. Luego la miró por un instante a los ojos, por última vez.

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El poema es de la autoria del Dr. Juan Carlos García Santillán
Nació en Salta el 23/6/1897 y falleció en fecha desconocida
Arbol Genealógico

lunes, 10 de octubre de 2011

Zapatos negros de encaje





Hoy su ciudad le parecía Buenos Aires, no había tenido que ir hacia ella sino que ella había venido a su encuentro. De los tilos percibía el perfume y sentía esa antigua sensación de familiaridad. La sonrisa de su boca se hacía más amplia cuando saludaba a alguien que pasaba; creía estar regalando algo a su paso.

Pronto llegó, de la persona menos esperada, esa frase casi olvidada que siempre la hizo sentir existente. Si alguien la había visto y recordaba entonces era verdad que había vivido.

Sofía caminó rápido por las callecitas del centro, como sabiendo a dónde iba; al llegar entró al negocio de zapatos y los miró dispuesta a llevárselos. Eran negros, labrados, de encaje y con tacos muy altos. Cuando se los calzó observó sus uñas rojas asomar por la punta; al erguirse sintió que su columna vertebral se enderezaba. Nuevamente esa sensación de que lo perdido no se había ido del todo. Vio que, desde el espejo, la mujer que era ella misma la miraba y le decía ¿por qué no?. Salió del local liviana, casi volando, sabía que había adquirido algo valioso y que eso, como su ciudad, había venido a su encuentro.