«Nunca nadie ha escrito o pintado, esculpido, modelado, construido, inventado
sino para salir realmente del infierno». (Vincent Van Gogh)
miércoles, 4 de enero de 2012
desencuentro
Felicitas estaba inquieta, el momento había llegado. Una imagen grisácea y lejana le recordaba aquel momento de la despedida. Veía la escena. Cecilia le pedía que hicieran un pacto porque esa amistad no podía terminar en esa nada. Así fue que quedó sellado entre las dos un no olvido, una comunión del alma, una hermandad eterna. Un pequeño corte en la yema de los dedos bastó para eternizar el juramento: ¨para la recordación en tí y en mí¨ dijeron al unísono. Luego la despedida, la gran distancia, las cartas que al comienzo fueron diarias pero luego se espaciaron hasta desaparecer. Felicitas se había quedado con las cosas que Cecilia más amaba: su diario, sus dibujos, sus libros. El tiempo pasó y un día Cecilia bajó del tren, en la misma estación de la que se había ausentado, Felicitas se acercó, la miró, la adolescencia ya no estaba, se buscaron allí, en el pacto, pero no se hallaron, ni la una, ni la otra. El estrago del tiempo había herido de muerte a la recordación.
ella y él
Ella, que tenía 9 años, contó que un día en el aula, mientras estaba sacando los útiles del portafolio, él se acercó y le dijo semiescondido debajo del pupitre, ¨tengo algo que decirte¨ a lo cual ella contestó ¨sí, ya se lo que es¨... él la miró un poco sorprendido y ella dijo entonces ¨yo también¨. Así fue que el rubio se le declaró sin habérsele declarado. Luego fueron novios durante aquel año y la prueba de que lo eran consistía en que él siempre la estaba mirando cuando ella lo miraba y siempre parecía que se iba a acercar para decirle algo pero nunca lo hacía. Y así llegó el fin del año lectivo y ya no fueron más novios. Entonces, en ese verano, que fue muy caluroso, a ella le empezó a gustar otro chico de la playa que se llamaba Facundo. El tenía 11 años y ella seguía teniendo 9 casi por cumplir los 10. Ambos andaban siempre juntos, jugando en la arena cerca del cangrejal y cuando subían a las barcazas él aprovechaba para sentarse junto a ella y cuidarla de no caer. También se los veía, al atardecer, ir a leer un libro al cobijo de una carpa. Ella era vivaz y él astuto, se lo leían ambos en la yema de los dedos; pero estaba signado que frente a ellos siempre habría alguien que los miraba a los dos: el hermanito menor.
Deseo
Alguien entrará a mi casa algún día
cuando de mi no quede nada
y preguntará
¿quién escribía en esa mesa, desolada?
Y yo me pregunto ahora
que sentía ella cuando desde esa mesa
miraba por la ventana
esa rosa roja que florecía por ella
junto al cedrón que resiste avejentado
y reverdece todavía.
Terciopelo de pétalos y
humedad brillante de rocíos pasajeros
si pudiera residir eternamente
en cada instante de tu aroma
sin elegir vivir en el pasado
ese instante de indescifrable embriago.
Diciembre
Si me gusta el azul es por tus ojos
y el dorado por tu pelo
nadie me enseñó a quererte
ni a saber que vives todavía
ni a mantenerme encendida
mientras mi llama prolonga el ansia
de reencotrarme en tu voz algún día.
Solitaria mi mirada observa
del frondoso árbol su caricia
y te toco a ti en su textura
y te veo en mi vereda
y en el verde escondido
de tus ramas que cobijan
la torcacita que duerme
Y te escucho susurrando
cuando las flores me hablan
y me tintinean tus ramas
y me humedecen tus gotas
al rodarme hacia las manos
y sueño la sonoridad de tu canto
en el gorjeo intenso de ese ave
mientras destila su pico el néctar
dulce del final de mi diciembre.
nadie me enseñó a quererte
ni a saber que vives todavía
ni a mantenerme encendida
mientras mi llama prolonga el ansia
de reencotrarme en tu voz algún día.
Solitaria mi mirada observa
del frondoso árbol su caricia
y te toco a ti en su textura
y te veo en mi vereda
y en el verde escondido
de tus ramas que cobijan
la torcacita que duerme
Y te escucho susurrando
cuando las flores me hablan
y me tintinean tus ramas
y me humedecen tus gotas
al rodarme hacia las manos
y sueño la sonoridad de tu canto
en el gorjeo intenso de ese ave
mientras destila su pico el néctar
dulce del final de mi diciembre.
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Resolución
Sofía caminaba por la acera, la mirada perdida hacia ese adelante incierto, como en aquel último día de la secundaria después de la despedida.
Volvía pausada, por las callecitas vacías, tenebrosas, húmedas. Aquellas carcajadas la distrajeron, no tuvo miedo, al fin y al cabo parecían niños extraviados como ella. Una vez más, lo ocurrido no había coincidido con lo imaginado. No tenía ni decepción, ni bronca, ni tristeza. Sólo nada. La fiesta había sido eso, lo que tenía que ser, un acontecimiento singular, ocurrido de ese modo, irrepetible, ni feo ni lindo, ni malo ni bueno. Sentía que ella también había sido ella, la que era, la que había sido, sin inventarse. No había capturado miradas especiales, ni de admiración ni de rechazo, eso le había gustado.
Caminando, así, descalza, con los zapatos en la mano, se le cruzaban por la mente antiguas imágenes de noches parecidas; supo que ya era hora de cerrar el libro de los recuerdos. El tiempo de la nostalgia había concluido, en el mismo instante en que comenzaba a filtrarse la luz del amanecer por los cortinados del salón de fiesta.
Le pareció que, desde aquel lejano momento, a sus 17, desde aquel adiós a su escuela, se había quedado sentada en el cordón de la vereda todos esos años, negándose a cruzar la calle, para encontrar esa otra vida que ya no era la de su adolescencia. Había estado allí demasiado tiempo. Se había engañado pensando que encontraría algo, algo que nunca supo qué era. Ilusa. Perdida. Atrapada en espejismos.
Al llegar a la casa, sólo vio el desorden, resto patético del la noche anterior. Entró silenciosa, no quería despertar a Ernesto. Se dirigió a la cocina, unos mates a solas consigo misma no le vendrían mal. Vio que sobre la hornalla apagada había una carta. ¨Sra Sofía¨ decía el sobre. Era letra de él. La abrió extrañada y leyó:
Volvía pausada, por las callecitas vacías, tenebrosas, húmedas. Aquellas carcajadas la distrajeron, no tuvo miedo, al fin y al cabo parecían niños extraviados como ella. Una vez más, lo ocurrido no había coincidido con lo imaginado. No tenía ni decepción, ni bronca, ni tristeza. Sólo nada. La fiesta había sido eso, lo que tenía que ser, un acontecimiento singular, ocurrido de ese modo, irrepetible, ni feo ni lindo, ni malo ni bueno. Sentía que ella también había sido ella, la que era, la que había sido, sin inventarse. No había capturado miradas especiales, ni de admiración ni de rechazo, eso le había gustado.
Caminando, así, descalza, con los zapatos en la mano, se le cruzaban por la mente antiguas imágenes de noches parecidas; supo que ya era hora de cerrar el libro de los recuerdos. El tiempo de la nostalgia había concluido, en el mismo instante en que comenzaba a filtrarse la luz del amanecer por los cortinados del salón de fiesta.
Le pareció que, desde aquel lejano momento, a sus 17, desde aquel adiós a su escuela, se había quedado sentada en el cordón de la vereda todos esos años, negándose a cruzar la calle, para encontrar esa otra vida que ya no era la de su adolescencia. Había estado allí demasiado tiempo. Se había engañado pensando que encontraría algo, algo que nunca supo qué era. Ilusa. Perdida. Atrapada en espejismos.
Al llegar a la casa, sólo vio el desorden, resto patético del la noche anterior. Entró silenciosa, no quería despertar a Ernesto. Se dirigió a la cocina, unos mates a solas consigo misma no le vendrían mal. Vio que sobre la hornalla apagada había una carta. ¨Sra Sofía¨ decía el sobre. Era letra de él. La abrió extrañada y leyó:
Querida señora:
Creo que ha llegado el momento de que me vaya. La he cuidado con amor y he tratado de interpretarla como mejor pude, tal como usted quería; de leer sus ansias, de consolar sus angustias. No se si lo he logrado, pero si sé que lo he hecho con dedicación. En los últimos tiempos me pareció notar que usted ya no necesitaba de este servicio, que usted ha ido alcanzando un estado diferente, más pausado, menos angustioso. Me parece ahora que, mis consignas y supuesta sabiduría, no sólo ya le resultan innecesarias sino que, al contrario, la perjudican al desviarla de su camino propio.
Yo fui el que la ató a la nostalgia, a los antiguos sentidos e ideales. Esta noche fue especial para mí, me sentí extraño, sin saber si yo me había desenlazado de usted o usted de mi. Lo cierto es que me la imaginé caminando, sola y concentrada en sus cosas y vi que ya no tenía mi lugar a su lado; mis rigideces me lo impiden.
Sepa, señora, que no me alejaré totalmente. Si usted me busca, seguro que me dejaré encontrar, no puedo con mi genio. He sido lo que soy, he sido como usted quiso, hasta el extremo. Al irme me llevo eso que ya no le sirve. Soy lo que no le sirve. Primero me nombré a mi mismo como escribiente, pero en verdad, traté de ser su exégeta. Estoy seguro que estará de acuerdo con mi decisión. No llore, se que en este momento se humedecen sus ojos. No los empañe para que puedan ver claro, ellos están para ver lo nuevo que ahora está descubriendo. No cabe que le pida perdón porque tal vez sea a raíz de mis fallas, justamente, que usted ha podido avanzar hacia otra cosa. Así es. Mi fracaso es su triunfo y su posibilidad de vivir. Eso, aunque es triste para mí, me compensa.
No le digo adiós ni hasta luego, sino simplemente que ya no estoy.
Ernesto
Sofía dobló la carta y a pesar del velo húmedo de sus ojos, una sonrisa se dibujó en sus labios. Fue hacia su habitación, despejó la cama de las prendas tiradas en la víspera y se acostó. Se durmió, lentamente, y con la misma persistente sonrisa.
FIN
Flaco
Melancólica tarde de bodegón y cerveza escuchándote. Rubios lamentos de alma vacía en agonía.
Hoy te tuve tan cerca, igual que aquella noche en que te vi, cuando surgió mi amor al cruce de tu mirada honda.
El vaho caliente de la noche me acercaba tu sonido y tu olor en la penumbra
y envolvía mi excéntrico cuerpo de dolor,
del que lastima.
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