«Nunca nadie ha escrito o pintado, esculpido, modelado, construido, inventado
sino para salir realmente del infierno». (
Vincent Van Gogh)

sábado, 19 de noviembre de 2011

El Sur

Jorge Luis Borges

Desde uno de tus patios haber mirado
las antiguas estrellas,
desde el banco de
la sombra haber mirado
esas luces dispersas
que mi ignorancia no ha aprendido a nombrar
ni a ordenar en constelaciones,
haber sentido el círculo del agua
en el secreto aljibe,
el olor del jazmín y la madreselva,
el silencio del pájaro dormido,
el arco del zaguán, la humedad
-esas cosas, acaso, son el poema.


Fuente: sololiteratura

Cómo nace un texto

Jorge Luis Borges

Empieza por una suerte de revelación. Pero uso esa palabra de un modo modesto, no ambicioso. Es decir, de pronto sé que va a ocurrir algo y eso que va a ocurrir puede ser, en el caso de un cuento, el principio y el fin. En el caso de un poema, no: es una idea más general, y a veces ha sido la primera línea. Es decir, algo me es dado, y luego ya intervengo yo, y quizá se echa todo a perder.

En el caso de un cuento, por ejemplo, bueno, yo conozco el principio, el punto de partida, conozco el fin, conozco la meta. Pero luego tengo que descubrir, mediante mis muy limitados medios, qué sucede entre el principio y el fin. Y luego hay otros problemas a resolver; por ejemplo, si conviene que el hecho sea contado en primera persona o en tercera persona. Luego, hay que buscar la época; ahora, en cuanto a mí "eso es una solución personal mía", creo que para mí lo más cómodo viene a ser la última década del siglo XIX. Elijo "si se trata de un cuento porteño", lugares de las orillas, digamos, de Palermo, digamos de Barracas, de Turdera. Y la fecha, digamos 1899, el año de mi nacimiento, por ejemplo. Porque ¿quién puede saber, exactamente, cómo hablaban aquellos orilleros muertos?: nadie. Es decir, que yo puedo proceder con comodidad. En cambio, si un escritor elige un tema contemporáneo, entonces ya el lector se convierte en un inspector y resuelve: "No, en tal barrio no se habla así, la gente de tal clase no usaría tal o cual expresión."

El escritor prevé todo esto y se siente trabado. En cambio, yo elijo una época un poco lejana, un lugar un poco lejano; y eso me da libertad, y ya puedo fantasear o falsificar, incluso. Puedo mentir sin que nadie se dé cuenta, y sobre todo, sin que yo mismo me dé cuenta, ya que es necesario que el escritor que escribe una fábula "por fantástica que sea" crea, por el momento, en la realidad de la fábula.

FIN


Fuente: Ciudad Seva

sentido


fuente

domingo, 6 de noviembre de 2011

La hora




Basta ya - se dijo Sofía - el taxi está esperando. Creo que no olvido nada.
Sofía sale.
El chofer, solícito al verla llegar, da la vuelta y le abre la puerta trasera.

-Tenga cuidado señora -dice mirándola con ojos asombrados. A ella no se le escapa el detalle.
Sofía sienta primero su cuerpo en el asiento y luego levanta las piernas hacia arriba para introducirlas en el coche. Respira profundo y erguidamente le indica al conducto la dirección del destino. El ahora la observa sin salir de su asombro por el espejito retrovisor. Sofía baja los ojos ruborizada.
- Parece que estamos de fiesta - comenta el chofer con una sonrisa al detenerse en un semáforo.
- Sí, voy a la fiesta de egresados.
El señor abre un poco más los ojos y aclara: - Al aniversario.
- Sí, sí, dice ella -un poco avergonzada.
- ¿Cuántos? ¿Cincuenta?
A Sofía se le cortó la respiración. La última palabra le hacía eco en su cabeza. Quedó muda mientras sentía que algo dentro de su cuerpo se empezaba a retorcer. Sintió ganas de vomitar. Le pareció que iba a desmayarse; comenzaba a transpirar.
- ¿Le pasa algo señora?
- Sí -balbuceó- ¿me puede llevar de nuevo a mi casa?
- Sí señora, pero ¿quiere que la lleve a una clínica primero? no se la ve bien.
- No, no, no, a mi casa.
Al llegar le costó sacar sus piernas y su cuerpo tembloroso y mojado del coche. Paga el frustrado viaje con 10 pesos, camina hacia la puerta y tantea sin acertar el agujero de la cerradura.
El taximetrero le pregunta de lejos si necesita ayuda. Ella entra sin contestar y corre hacia el baño. Una bocanada de líquido transparente mancha su vestido y salpica sus zapatos; la peluca salida de su lugar le cuelga por el cuello. Se arrodilla desfalleciente ante el inodoro y comienza a llorar largamente. Las lágrimas le lavan el rostro. Poco a poco se incorpora y va hacia la habitación. El desorden vuelve a angustiarla. Ve el espejo pero no se mira. Ya no lo necesita. Ha visto lo que tenía que ver.
***
El agua tibia terminó de lavar su cuerpo. Se puso el vestido negro, ese, que de tantos apuros la había sacado y unos zapatos al tono. Peinó su pelo ralo y empolvó sus mejillas con un poco de rubor para disimular su excesiva palidez. Tomó el teléfono y dudó. Ya no sabía si quería ir. Se reclinó sobre la almohada y se durmió. Al rato se despertó sobresaltada y creyó que había estado soñando. Presurosa miró la hora y pensó que todavía estaba a tiempo de ir. Marcó el número y al instante dijo:
- ¿Taxi?

domingo, 30 de octubre de 2011

El arreglo

Ernesto le dice a Sofía:
- señora, no se olvide del humor.

Ella le contesta:
- ¿ uh, mort ?. Sí, claro, no me olvido.
- estoy en eso -pensó.

Sobre la mesa estaban: la rubia y la morocha con flequillo. No le había bastado con una, se trajo las dos. En el medio de la habitación cerraba los ojos y se imaginaba entrando a la fiesta. Sabía que, a último momento, eligiría a la morocha; le quedaría mejor y le haría contraste con los ojos claros. Por fin había llegado el día. Desde la mañana había comenzado a dejar todo preparado para no olvidar detalle. Era una noche tan especial, en la que se encontraría con sus compañeros de la secundaria. El flaco iría también. Se había sentido privilegiada entonces al ser elegida por él para bailar el vals de egresados. Era tan lindo, el más lindo del grupo. Estarían también las chicas, las amigas y las del otro bando. Siempre hay diferencias insalvables entre las mujeres, con más razón dentro del aula. Las unas éramos nosotras y las otras eran ellas. Generalmente la plata marcaba la distinción. De hecho en aquel baile inolvidable se había notado esa diferencia entre su pobretón vestidito celeste, cosido con las manos de su amorosa madre y los finos y estilizados atuendos de ellas.
¿Cómo sería hoy?. ¨Distinto¨ se dijo ¨no pasará lo mismo¨; ella ahora había podido comprarse un vestido más lujoso, de seda, y era muy bonito. Pero no, su atención no había estado centrada en eso sino en la cabeza y en los pies. Su obsesión la había hecho entrar en aquella tienda. Cuando se la probó supo que era para ella. Era de ella. Era ella. Por unos segundos sintió que no había pasado el tiempo. Sin pensarlo dijo ¨la llevo¨ y cuando se estaba retirando volvió sobre sus pasos y le pidió a la vendedora: ¨deme esa también¨.
Y allí estaban las dos sobre esas cabezas de plástico. No quería volvérselas a probar. No sabía a qué le tenía miedo, tal vez a que no fuera a ver lo mismo en el espejo de su casa. Así pasó el día hasta que llegó la hora de comenzar a arreglarse. Comenzó por pintarse las uñas de rojo. El perfume importado garantizaría que no oliera a baratija y el labial también rojo le daría ese toque final tan necesario: la frutillita de la torta. Haría que el deseo escondido de los que la vieran llegar se tornara insoportable. Volvía a imaginarse, una y otra vez, la entrada a la fiesta, envuelta en los sonidos gloriosos del vals de Los Patinadores. El flaco al verla vendría a su encuentro, le ofrecería el brazo y todos girarían asombrados la cabeza con una expresión de asombro anhelante. De pronto se le presentó una duda: ¿podría entrar con esos zapatos de encaje negro de tacos tan pero tan altos?, ¿esos que había comprado aquella mañana arrebatada de feromonas?. ¨Por supuesto que sí¨-se dijo- ¨si yo andaba todo el día de tacos y ni necesitaba sacármelos cuando llegaba a mi casa¨. Pero, para no pensar tanto, mientras terminaba de preparar a esa muñeca de carne que iba apareciendo cada vez más nítidamente en el espejo, puso su canción favorita de aquellos momentos: Eres mi destino. Estaba como en un transe cuando decide llamar a Ernesto para que la ayudara a pintarse las uñas de los pies porque no alcanzaba. Se sorprendió pensando que algo había cambiado en su cuerpo comparándolo con aquella época pero, no, no, no hay gran diferencia -se dijo mirándose al espejo- nada de lo que veía reflejado era tan importante como para no poder disimularlo con inteligencia, pensó.

Continuará.....

martes, 11 de octubre de 2011

El poema


Su temblorosa mano hacía tintinear la cucharita contra la taza de te caliente. Su cuerpo viejo y enjuto conservaba ese aire de distinción propio de la noble cuna de la que provenía.

La mirada no se apartaba de su imagen reflejada en el espejo. Estaba nervioso porque ella pronto estaría frente a él. Se la imaginaba mirándolo con esa expresión increíble del que no espera nada. Por detrás de sus hombros veía las estanterías repletas de libros que ella acomodaba todas las mañanas. Y sobre la mesa: el poema. Lo había escrito de una vez, esa noche, en medio del eterno insomnio que lo acosaba.

Sofía caminaba por la calle rumbo al departamento del piso 4. Como todos las mañanas, al llegar abriría la puerta, contemplaría el desorden por unos instantes y antes de comenzar a ordenar se acercaría a la ventana para verlo llegar. Lo observaba venir de lejos, el cuerpo cansado pero digno y erguido. Su manera de moverse y su distinción transformaban la vejez de su cuerpo en algo inmensamente bello y a sus modales en caricias.

Se preguntaba por qué la vida la había llevado a ese lugar. Ella con sus 18 años había llegado un día ¨para ayudar al doctor¨, le habían dicho. Nunca había sabido muy bien cual era su tarea, por eso todas las mañanas cuando él llegaba de la Academia, siempre después que ella, se disponía a ordenar los libros y papeles que él había usado el día anterior.

Pero ese día se sorprendió al entrar porque el doctor estaba ahí, de espaldas, frente al espejo, un poco tembloroso le pareció.
- Buen día doctor
- Buen día Sofía
Ella se quedó esperando que él dijera algo más pero ninguno de los dos habló por unos minutos. Al terminar de tomar el te él se dirigió a la mesa, tomó el papel amarillento y leyó varias veces lo que estaba escrito. Sofía, un poco recuperada de la sorpresa, lentamente comenzó a ordenar como lo hacía todos los días. No se atrevía a preguntarle por qué no había ido a dar su clase. Creyó que no correspondía.

Cuando estaba comenzando a archivar los papeles él se acerca a ella y le dice:
- Hoy es tu último día de trabajo. Tengo que volver a Salta.
Sofía quedó como paralizada.
- No te avisé con anterioridad porque me enteré ayer a la noche.
- ¿No va a volver doctor?
- No, dijo él con angustia.
Sofía no se animó a seguir preguntando, empezaba a sentir a su cuerpo debilitándose.
- Aquí tienes un sobre de recomendación para que puedas trabajar en la Academia como secretaria, ya les he hablado de ti. Y....

Sofía lo miró porque parecía que quería darle otro papel que tenía en las manos y no se animaba.
- ... esto es para ti, léelo.
Sofía, temblorosa, tomó el poema que le daba y leyó:
¨Cuando muere el grano...¨
¡Cuánto esperé, Dios mío, este momento
de un cambio en un amor amado tuyo.
En él, ya al fin, soy otro... y me destruyo,
que me veo y me aterro y... no te siento.

Muriendo vivo aún, pues te presiento
y aun me proyecto y aun me reconstruyo
con este ¨sí¨ a lo que sin Ti rehuyo:
que en mis huesos me esculpan monumento.

Es oscura la nada, y sin espacio.
Y ya ni para el bien me queda el tiempo
sólo está angustia, menos que la nada.

¡Y así se transfigura en tu Palacio!
¡Así en la Eternidad este destiempo!
¡Así la Noche Oscura en tu Alborada!


Mientras ella leía dificultosamente, él se sentaba en un sillón. No la miraba porque su cuerpo por primera vez se había encorvado y parecía vencido. Pasaron varios minutos y ella se acerca a él con un nudo en la garganta y, con el poema en las manos, se queda parada frente a él sin decir palabra. El la mira como preguntando algo. Sofía creyó entender que él necesitaba que ella hablara, entonces dijo:
- Gracias doctor, nunca lo voy a olvidar.
- Gracias a ti, dijo el doctor y una sonrisa volvió a iluminar su cara. Luego la miró por un instante a los ojos, por última vez.

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El poema es de la autoria del Dr. Juan Carlos García Santillán
Nació en Salta el 23/6/1897 y falleció en fecha desconocida
Arbol Genealógico

lunes, 10 de octubre de 2011

Zapatos negros de encaje





Hoy su ciudad le parecía Buenos Aires, no había tenido que ir hacia ella sino que ella había venido a su encuentro. De los tilos percibía el perfume y sentía esa antigua sensación de familiaridad. La sonrisa de su boca se hacía más amplia cuando saludaba a alguien que pasaba; creía estar regalando algo a su paso.

Pronto llegó, de la persona menos esperada, esa frase casi olvidada que siempre la hizo sentir existente. Si alguien la había visto y recordaba entonces era verdad que había vivido.

Sofía caminó rápido por las callecitas del centro, como sabiendo a dónde iba; al llegar entró al negocio de zapatos y los miró dispuesta a llevárselos. Eran negros, labrados, de encaje y con tacos muy altos. Cuando se los calzó observó sus uñas rojas asomar por la punta; al erguirse sintió que su columna vertebral se enderezaba. Nuevamente esa sensación de que lo perdido no se había ido del todo. Vio que, desde el espejo, la mujer que era ella misma la miraba y le decía ¿por qué no?. Salió del local liviana, casi volando, sabía que había adquirido algo valioso y que eso, como su ciudad, había venido a su encuentro.

domingo, 28 de agosto de 2011

¿Por qué?

Sofía está logrando burlar mis controles. Está encerrada en su habitación pero no es, como otras veces, un encierro improductivo. Si esto sigue así me temo que quedaré sin trabajo, ese trabajo de exegeta en el que me había colocado, ella o yo, no lo sé. Hoy, entreabriendo la puerta me dio este breve escrito y susurró ¨¿por que?¨:
¨Eran momento de guerra, en las Malvinas los muchachos tenían frío, juntábamos unos pesos y alimentos para mandarles y te robaste el dinero. Cuánto odio acumulaste en ese corazón violento. Tus ojos intentaban penetrar en los mios y yo sabía que no debía dejarme seducir. Ojos grices, intensos, groseros, posesivos.

Yo era una mujer enamorada, pero no de ti, a ti te temía, pero igual me atraías. Era tu magnetismo peligroso el que me hacía huir. Nunca me atreví a abrirte la puerta, hubiera ocurrido una tragedia si te hubiera elegido porque habrías intentado doblegar mi rebeldía y yo, para entonces, era indomable. Elegí la ternura y no me arrepiento porque aquel que me salvó de ti me hizo vivir lo más hermoso que me pasó en la vida.

Pero nunca te olvidé.¨

viernes, 12 de agosto de 2011

El amor

Le resonaban a Sofía las palabras de Ernesto. Claro que no podía contar anécdotas graciosas, nunca había podido. ¿Y por qué no escribía sobre el amor?, se preguntó. Recordó que alguien le había hecho esa pregunta alguna vez, cosa que había olvidado junto con aquel misterioso hombre. Pero ¿qué decir sobre el amor? ¿qué es? ¿qué lo motiva? -pensó mientras tomaba su amada lapicera:
¨El amor no tiene que dar razones y aunque las diera no serían verdaderas. Hablar del amor es entonces una tarea imposible. Aunque no por no tener razones que lo justifiquen deja de ocurrirnos todo el tiempo. Es algo que pasa, que sorprende, que uno desea que no se vaya jamás cuando ha llegado. Y sin embargo, en estado de no amor vivimos la mayor parte del tiempo.
El decía que me amaba a mí, me escribía con pasión, pero yo no sabía de lo que me hablaba, si hasta pensé que se habría equivocado de destinataria. El pasaba por mi mente como una fugaz imagen que enseguida se desvanecía. El que no se desvanecía en mi mente era el que yo amaba. Aquella noche no había dormido pensando que al día siguiente vendría a buscarme. El, un chico de familia rica, tan bien vestido con aquel sobretodo gris, de mirada perdida, casi indiferente, vendría por mí a mi casa tan humilde.
¿Qué sentía por mí?. El no me decía que me amaba, sí me decía cómo le gustaba verme subir las escaleras con mis zapatos rojos de tacos altos y los talones desnudos. Me había abrazado en forma especial y temblaba. Yo sospechaba que algo fuerte le pasaba y sentía miedo de sus besos, eran como un torrente que me arrastraba y yo no sabía, con mis quinceañeros años, qué era lo que estaba pasando.
Lo supe un tiempo después, al caer la tarde. Lo ví a lo lejos, se acercaba a mí mostrándome su mano izquierda en la que brillaba un anillo. Yo lo miré sin entender. Me envolvía una rara sensación de extrañeza, como un alerta. Me voy -dijo- estoy comprometido y a fin de mes me caso en mi pueblo.
No se si siguió hablando, no se lo que hizo, ni lo que dije o hice yo. Mi tiempo se detuvo allí. No se si pasaron minutos u horas. Cuando reaccioné me encontré caminando por ese sendero angosto que me llevaba hacia mi casa pobre. Todo se había borrado en mi mente menos la imagen de su mano. Entré a mi cuarto, me saqué el abrigo negro que cayó hacia el suelo. Y al echarme sobre la cama vi que entre sus paños asomaban los tacos altos de los zapatos rojos.¨


Sentir




domingo, 31 de julio de 2011

La respuesta

Durante más de dos días había buscado la forma de comunicarle a Sofía sobre la carta recibida. Ya no podía esperar más así que, ni bien viera que salía de su cuarto, se lo diría sin más vueltas y así lo hice. Con asombro observé que no le sorprendió cuando le dije que Eric le había escrito y me pidió que le leyera el texto. Dice simplemente, Sra. Sofía: no encuentro el puente, mis saludos, Eric -le contesté. 
Después de hacer un breve silencio me responde abstraída: ¨aunque él no me hubiera escrito esa carta yo ya lo sabía. Supe del puente que se busca, supe también que no hay puente. Lo supe hoy al despertar, nuevamente al despertar¨. Y después de una pausa agrega ¨Y tú ¿qué pensaste para ti mismo?¨
Yo le conté mis razonamientos, los que ustedes ya conocen, ante lo cual ella me dice sonriendo: ¨no está mal lo que pensaste, pero eso es sólo un aspecto de la cuestión, se parece a una justificación, de esas que uno se esfuerza en encontrar cuando no sabe el por qué¨.
 ¿Y usted lo sabe Sofía? -le pregunté.
¨A decir verdad no sé si lo sé pero hoy me vino a la mente algo como un saber, no razonado, que apareció nuevamente en un entre sueño y que me vi forzada a escribirlo en un papel rugoso. Fue como algo vivo que me golpeó en forma de frase y decía así: ¨No sólo él no encuentra el puente, tampoco tú¨.  Enseguida me aparece una idea iluminada sobre el mismo papel, que me altera y me despierta, como si fuera un descubrimiento: ¨los puentes son imposibles¨. ¨Cómo hacértelo entender Ernesto. Imagínate observando bien, en detalle, la casa de Escher; allí verás una muestra de esta realidad que me fue mostrada en este sueño; 

creemos estar en un mismo espacio pero sólo es ilusión. Caminamos seguros en él guiados por nuestra lógica binaria, pero pronto descubrimos que habiendo creído acercarnos en realidad nos habíamos alejado; dicho más apropiadamente nos perdíamos cada vez más. La cercanía máxima había sido sólo una sensación mentirosa. Pobre la razón, cuya condición, lejos de esclarecernos es la de engañarnos sin saber ella misma que es la primera engañada. ¡Por cierto mi Dios que ella hace muy bien su trabajo!

Yo no salía de mi asombro al escucharla; después de un breve silencio agrega:

¨Hay que darle un punto final a esto; respóndele tú mismo, a modo de cortesía; que el texto de la carta diga ¨Yo tampoco¨, luego tráemela para que la firme. No debo ser yo quien le diga ¨no hay puente¨ porque es en vano. El deberá descubrirlo solo como yo o vivirá engañado toda la vida, aunque tal vez esto sea lo más deseable. Pero pensándolo bien, ¿no seré yo la que se está volviendo a engañar y quizá no sea cierto que no hay puente y entonces…¨

Sin poder contenerme le dije: 

Señora, pare, deje de torturarse. Intente alivianar sus pensamientos y cuénteme alguna anécdota graciosa. ¿Es usted capaz? Sin contestarme y con evidente congoja se escabulló hacia su cuarto y apagó la luz. Pobre Sofía -pensé-, tal vez lo que le ocurre es que su razón no está haciendo tan bien su trabajo: el de engañarla suficientemente. ¿Perderá la razón mi señora?
 
Ernesto     


domingo, 24 de julio de 2011

La carta

Sofía todavía no lo sabe pero han traído una carta. Yo no pude vencer mi curiosidad y sin pudor la abrí y la leí:

Sra. Sofía

No encuentro el puente.

Mis saludos

Eric (20 años)
La leí varias veces. Podía pensar que el texto era literal o metafórico y me incliné por lo segundo. Si era así decía algo más que había que descifrar. La guardé dentro de un libro y me fui a dormir. No quise mostrársela a Sofía para evitarme la pregunta obligada: ¨¿y esto qué significa?¨. Su impaciencia bloquearía cualquier posibilidad de que viniera en mi ayuda alguna asociación que me hiciera entender ese escueto texto para poder responderle.

Dormí tranquilamente y al amanecer, inmerso aún en esa ensoñación matutina previa al despertar, como muchas veces sucede, tuve la certeza de que se me aclaraba el significado. Pero cuando desperté tal claridad se había esfumado; en su lugar una frase casi tan incomprensible como la primera se me imponía:
¨los adultos están sujetos a la razón, los niños a lo inmediato¨
Después de esto me pareció lógico pensar que Eric estuviera aludiendo a que la diferencia generacional entre él y Sofía le impedía entenderse o entrar en sintonía con ella, de allí la figura del puente. Continué con mis razonamientos pensando que  era cierto que los adultos van perdiendo su flexibilidad, limitando su capacidad de sentir el momento y de traducirlo a palabras.  Esta pérdida se va disimulando a través del refugio en la razonabilidad y se va ahogando la creatividad del niño propio. Hasta me atreví a pensar que esta pérdida progresiva o el empobrecimiento dado en el escenario de la mente es difícilmente reversible.  

Sé que Sofía, cuando escuche mi conclusión, entenderá pero pronto olvidará. Quiero decir que dudo que pueda preguntarse por sus ataduras racionales y menos atribuir sus padecimientos a esas ataduras. Me contestará seguramente que ¨sin racionalidad no se puede vivir¨ cosa que es cierta. No es la racionalidad, sino su radicalización lo que empobrece al sujeto, el no dejar un cierto ¨juego¨ por donde lo afectivo o emocional entre en el orden de la palabra. No sabe que con esto se priva de dar una materia prima distinta, vivencial,  del cuerpo real, al pensamiento. 

Debe ser por eso que las espontaneidades de los niños y jóvenes dan miedo a los adultos. Tal vez teman verse cuestionados en su saber o quedar avergonzados; porque  los niños  tienen incorporado a su lógica aquello que los adultos empobrecidos aniquilan. Estos no saben que pueden mantenerse niños si no les asustara el no saber de lo que hablan.  Temen que lo pulsional se meta en el lenguaje porque cuando esto ocurre no hay control de los efectos producidos ni en el otro ni en sí mismos. Harry Haller sabía qué era lo que necesitaba para salir de la anomia que lo atormentaba. 
"Pero lo que más me hacía falta, por lo que suspiraba tan desesperadamente, no era saber y comprender, sino vida, decisión, sacudimiento e impulso." (*)

¿Me servirá esto como argumento para mover la rigidez de Sofía?. Sé que como simple escribiente que soy no he descubierto nada nuevo pero al menos tengo algo para contestarle cuando ella me haga la pregunta y pueda mostrarle lo que he escrito. 


Ernesto

(*) Hermann Hesse, El Lobo Estepario

domingo, 10 de julio de 2011

Lisandro

Si en medio de tanta miseria aparecen cosas como esta todavía me quedan esperanzas:



Fuente: You Tube (lisandrospain)

domingo, 15 de mayo de 2011

Acerca de llamarme Ernesto

Ya saben que soy el escribiente, como Bartleby, el escribiente de Herman Melville, sólo que lo mío no es una tarea puramente administrativa y rutinaria sino que me debo esforzar para descubrir día a día qué debo escribir para no enojar a Sofía. Debo cuidarme de decir algo que no se corresponda con lo que ella cree que debo escribir y ustedes bien saben que no es fácil la tarea interpretativa o a veces descriptiva, que me asignaron.
Una vez Sofía debió abandonar el barrio para ir a vivir a una casa de la que se prendó desde el primer momento. Se sentía como en ¨su¨ casa, aunque no era propia la sentía como si fuera ¨de ella¨. Un día ve pasar por la vereda a un hombre con portafolio y pensativo que caminaba con pasos largos. Supo enseguida quien era. Desde entonces solía mirar hacia afuera para ver pasar al caminante, invierno y verano.

Se había enamorado de él en la universidad. El tenía ese halo de misterio y de lejanía que la atrapaba, recordaba que era inteligente y que hacía preguntas que le provocaban admiración, no entendía como a alguien se le podían ocurrir esas cosas.

Pero lo curioso fue que cuando Sofía decide que yo me llamara Ernesto recordó que así se llamaba el susodicho. No supo por qué pero esta conexión la dejó perpleja.

domingo, 24 de abril de 2011

el resto

Su libro, tan especial, había caído en manos de Sofía, para confirmarle que aquello que sentía en su interior, nunca podría ser significado plenamente; que sólo podría conformarse con presionar sobre ese oscuro límite para transmitir algo, aunque sea, de ese insondable misterio. Clarice Lispector le venía a hablar de esa imposibilidad, de ese incansable intento de transmitir lo inescrutable del ser.

Todo acto deja una huella y un desperdicio. La huella siempre está allí, estampada en la carne y el desperdicio, constituye un resto, la basura que hay que tirar. Clarice va a aferrarse tanto a la huella como al desperdicio, en su afán por mostrar algo de ¨su¨ imposible. Más aún, la huella y la basura son ella misma.

Alguien dijo un día sobre sus cuentos que aquello no era literatura, que era basura y ella contestó: ¨Estoy de acuerdo. Pero hay una hora para todo. Hay también la hora de la basura¨. Y por cierto que escribir sobre ¨eso¨ la hizo diferente a cualquier otra escritora, apresada en el límite entre la vida y la muerte.

Escribió un día que su madre estaba enferma antes de que ella naciera, de sífilis. Se la habían contagiado ¨los soldados rusos que la violaron, en Ucrania, durante los desmanes posteriores a la guerra civil bolchevique¨. Y que, por ¨una superstición muy difundida¨, por la cual se creía que tener un hijo curaba la enfermedad de una mujer, fue concebida deliberadamente para eso: ¨para curar a su madre¨. Sin embargo su nacimiento no curó a esa madre, que muere cuando Clarice tiene 9 años.

Esa fue la huella que la conviertió en ese resto que es su Macabea (*) interna, susceptible de ser tirada a una zanja. “Siento hasta el día de hoy esa culpa: me hicieron para una misión determinada y fallé. Sé que mis padres me perdonaron por haber nacido en vano. Pero yo no me perdono.”

Datos del artículo de Página 12
(*) Macabea: personaje de su novela ¨La hora de la estrella¨

sábado, 9 de abril de 2011

No es romántico sino real como un sueño

Sofía, un poco cansada de leer, había ingresado inesperadamente en un espacio antiguo, lejano, que creía muerto. Un dolor en la garganta la percató de que eso aún palpitaba en su ser. Ese día gris la arrastraba a aquel rincón de su mente envuelto en engañosa indiferencia. Allí estaban los recuerdos, descubiertos, sentidos como en los sueños, como si le estuvieran ocurriendo ahora, suspendidos en su propia mirada que miraba la mirada de él que no la abandonaba, que no le hablaba, que permanecía en ese envolvente misterio que la asustaba, a la vez que la atraía, porque era del orden de lo imposible, lo inalcanzable. Ambos habían sido sorprendidos en ese enredo mentiroso, sin haberlo querido, sin haberlo previsto, empujados a eso que había atravesado la necesaria distancia entre los dos.

Que un recuerdo tenga color a música parece algo raro pero eso era lo que ella sentía en sus latidos. Ahora mismo al volver a oír esa melodía sabía que él no había muerto y que al escuchar ese mismo canto tampoco él podría no recordar lo que ella recordaba. Tenía que acostumbrarse a la idea de que su propia muerte o la de él un día haría que eso que en su sangre hoy reverberaba no estuviera más en espacio ni en mente alguna. Sería sólo una historia de amor que no había sido -vaya paradoja ser lo que no se fue- sobre la cual nadie escribió pero que había sido pasión en algún tiempo y lugar. Que su cuerpo o el de ella expiraran hoy sin poder hablar de eso, sin recordarlo el uno con el otro, le daba inmensa pena a Sofía ¿por qué había sido tan cruel la vida al mostrarle eso tan efímero y leve que se eternizó en su memoria?.

Sólo le quedaban hoy imágenes escurridizas de aquel desvarío, de aquella partida, de aquel volverse hacia otros amores, hacia aquel obligado olvido. Y tampoco venía a ella algo de eso que tienen los poetas para escribir aquel anhelo, por eso no dejaba de pensar que tal vez fuera la fugacidad, esa huidiza condición, la que hacía a ese recuerdo tan real como un sueño.

lunes, 28 de marzo de 2011

¿Quien escribe?


Soy eso que se desprende de Sofía la lectora, mientras ella va leyendo a Clarice Lispector yo tomo esta fiel lapicera y escribo. Lo único que sé es que fui creado para escribir, que soy una suerte de descifrador de Sofía, ese que alcanza a descubrir lo que para ella se mantiene oculto, el que intenta hacer inteligible lo que permanece encarnado en su cuerpo, el que sorprende sus pensamientos parásitos, esos que no la abandonan casi nunca, el que captura esas frases insistentes, casi sin sentido como las imágenes oníricas rescatadas de un sueño incomprensible.

La aspirina le calmaba el dolor, Sofía no podía explicarlo pero le calmaba ese trozo de su ser que ella llamaba ¨la otra Ana¨, la que siempre había estado allí en los intersticios de su carne, quieta, sin avanzar, sin hablar, la que era lo más parecido a un ente dentro de su ser. Pero Sofía sabía reconocer la verdad por eso admitía que Ana era la que palpitaba, la que recibía las impresiones, la que sabía leer en el rostro de alguien si mentía , cosa tan importante para manejarse en el mundo. Ana era sensible a las pequeñas diferencias, pero no traducía este saber a palabras, solo se lo transmitía a Sofía mediante un alerta. Ana no había crecido, a los 5 años había sentido tanto miedo cuando su madre la llevaba a la escuela y la dejaba allí sola, en una provincia desconocida, entre seres desconocidos, que decidió un día quedarse encerrada en silencio, pero no inactiva, al contrario, amaba escuchar a la maestra, leer, conocer ese mundo que desconocía a través de las palabras de los libros escolares; leer siempre la misma frase y ver la misma figurita la hacía sentir bien, le gustaba estudiar y las páginas le quedaban grabadas; sabía por la mirada. Así fue que ella misma inventó a Sofía para que nadie se diera cuenta de que ella se quedaría siempre en el mismo lugar. Sofía comenzó a crecer y pronto adquirió ciertos hábitos mínimos requeridos para poder convivir con otros y manejarse con cierta soltura en el mundo. Se la veía bastante independiente y parecía no tener miedo, sabía relacionarse bien con los otros ocultando su sensibilidad y en ciertas ocasiones le cedía el comando a Ana quien la inducía a quedarse quieta, a recluirse, a alejarse del mundo, a enfrascarse en esos libros que cada vez eran más sofisticados como ella misma.

Pero llegó un momento en que Sofía deseó liberarse de esa insoportable tarea de tener que entender los misterios de la vida para tranquilizar a Ana, ella quería vivir, aunque no sabía muy bien de qué se trataba eso. De hecho cuando escuchaba a alguien decir: hay que vivir la vida, ella no sabía a qué se refería y por eso seguía enfrascada en la lectura, atraída por el misterio de la existencia, suponiendo que podría encontrar alguna respuesta a tanta incertidumbre para poder consagrarle su hallazgo a Ana. Pronto comprendió que no podía escapar a tal condición por lo que decidió disfrutar de su tarea, la que finalmente la atrapó y a veces la hacía pensar que tal vez eso quería decir vivir la vida.

Sufría siempre y reiteradamente por las mismas cosas, y en estos casos ella, como Ana, tampoco encontraba las palabras para hablar de las emociones que sentía y entonces decidía callar y tomar una aspirina para que Ana se calmara. Hasta que un día conoció el amor. Supo que eso era importante porque su cuerpo se puso tenso de un placer raro y su mirada quedó atrapada por los ojos que imaginó negros de un chico que la miraba desde la terraza de una casa vecina. A partir de ese momento todas las mañanas al levantarse iba a ver si él estaba allí todavía, pero después del primer día, nunca más lo vio. Ese fue su primer amor. Había descubierto algo que ella registró como ¨no quiero que termine¨, ¨esto es imposible¨ ¨es lejano¨ ¨es inalcanzable¨ y se lo agregó como un nuevo motivo para sufrir.

Otro día despertó con su cuerpo todo mojado llamando a su mamá, porque había soñado que ella se moría y la llevaban en un carruaje negro tirado por cuatro caballos negros. A partir de allí conoció el terror y el miedo constante de que eso tan temido ocurriera de verdad, entonces todos los días despertaba llamándola. Cuando ya estaba algo acostumbrada a estar en ese lugar al que la habían llevado, la madre le dijo un día, que se irían a otra ciudad. Ella como Ana se quedó sin habla y sintió que ambas se desvanecían. Cuando estaban por partir, empezó a sentir que el suelo se movía y una descompostura desconocida le hacía saber que había dolores aun más fuertes de los que ya conocía, como ¨el perder el lugar propio¨, ¨el irse hacia lo desconocido¨.

Al tiempo de estar en la ciudad nueva empezó a sentir cariño por el lugar, se acostumbró a ver por la ventana al levantarse ese caminito que conducía a la proveeduría y a salir hacia el patio al encuentro de su papá cuando llegaba. Los antiguos vacíos parecían haber desaparecido. No sentía que le faltara nada. Por su parte Ana estaba tranquila como en su casa, sólo que a veces, la acicateaba para que mirara hacia enfrente porque allí vivía un muchacho lindo.

Un día llegó Feli al barrio y por suerte ella era compradora, conversadora, se acercaba sin inhibiciones y así fue que se hicieron amigas entrañables, porque ella era de las que quería saber qué le pasaba y lograba siempre hacer que Sofía le contara de sus dolores y de lo que había aprendido en su larga vida de 13 años.

Pero, también llegó el invierno, y nuevamente la despedida, la estación de trenes, el sonido desgarrador e indiferente de la máquina humeante a punto de partir, el andén, el silbato y la figura de su papá apenas percibida a través de las lágrimas, saludando desde la escalerita del vagón que lo alejaba lentamente.

Uno y otro invierno y la misma despedida hicieron que Sofía sintiera que ya no le cabía más tanta tristeza y así fue que un día decidió que ya no sentiría nada, parecía que le habían extirpado la glándula del sufrimiento, y eso hizo que la creyeran fría, insensible, indiferente. No era así sólo que simplemente se había convertido en un ser que ya no esperaba nada.

Sin embargo el amor siempre lograba sacarla de allí, le hacía olvidar su propósito. Nunca perdió la inclinación a enamorarse de chicos que estaban lejos, que pasaban por la esquina, que en algún momento la habían mirado, esos eran los elegidos, sin que ella nunca hubiera entendido el por qué. También se enamoraba de personajes de la ficción, tanto de Macabea (La Hora de la Estrella) como de Harry Haller (El Lobo Estepario) o de Anna Frank cuando escribía su diario.

Sofía vivió muchas cosas en su vida y al cabo de esas experiencias comenzó a sentir la urgencia de escribir, como lo había hecho allá por sus 17, pero su mano parecía muchas veces tan dependiente de ella como ella misma lo había sido de Ana durante toda la vida. La mano, pensaba, debería moverse con una energía propia, como si las letras no estuvieran en la mente sino en la mano. Así fue que se le ocurrió inventarme a mí, mientras tanto ella seguía leyendo. Y acá estoy yo que me llamo Ernesto el escribiente, el que no sabe muy bien de dónde viene eso que mi mano escribe.


La imagen es de Anna Frank

sábado, 26 de febrero de 2011

De la mirada que encuentra

Caminar por la ciudad semi vacía ya, por esa ausencia veraniega y afiebrada, me produce una sensación conocida de alivio y melancolía; siempre es triste lo vacío. Pero a poco de andar ya se me olvida y mi mirada tranquila y vagabunda, se topa de vez en cuando con algo que la activa o más precisamente que la aviva. La belleza es a la mirada, pienso. Pero ese bien no es algo dado sino más bien algo que esa mirada descubre, que es como decir que la belleza no está a la vista, sino que encontrarla es en sí una creación de la mirada.

En eso veo un pequeño jardín de alrededor de cuatro metros por cinco, era un jardín como todos -aunque no estaba pensando en jardines al pasar- pero algo hizo que me detuviera y sintiera una sensación especial, de esas que sorprenden como si fueran un vestigio de que algo de lo familiar se avecina. Las flores me han maravillado muchas veces pero esta vez algo me impresionaba diferente. No era un jardín de diseño, parecía que las flores se habían acomodado naturalmente pero no, pensé que el que las plantó de esa manera no lo había hecho al azar, algo de su alma se le había deslizado al hacerlo, que había sido para él un acto de amor. Dije qué bello, sin saber dónde residía la belleza hasta que vi: las flores estaban colocadas allí sin clasificar, que era como en la ciudad, todos los seres se juntaban en las calles pero cada uno era en sí algo diferente, era como una lava de variados y suaves pétalos, como un jardín en movimiento. Creí ver que las flores estaban contentas, era como si le dijeran al cesped: déjate avanzar no tengas miedo.

Después de un rato de contemplación, eso que siempre provoca la belleza, seguí caminando por la ciudad vacía y mi mirada, vuelta al interior de mi memoria, se reencontró con otros jardines que cobijaron instantes de risa y lejanía.

Fuente de la ilustración: July Macuada